César Vallejo

César Vallejo

Los dados eternos
Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
tú no tienes Marías que se van!

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!

Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado…
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.

Dios mío, y esta noche sorda, oscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.

Desnudo en barro

Como horribles batracios a la atmósfera,
suben visajes lúgubres al labio.
Por el Sahara azul de la Sustancia
camina un verso gris, un dromedario.

Fosforece un mohín de sueños crueles.
Y el ciego que murió lleno de voces
de nieve. Y madrugar, poeta, nómada,
al crudísimo día de ser hombre.

Las Horas van febriles, y en los ángulos
abortan rubios siglos de ventura.
¡Quién tira tanto el hilo: quién descuelga
sin piedad nuestros nervios,
cordeles ya gastados, a la tumba!

¡Amor! Y tú también. Pedradas negras
se engendran en tu máscara y la rompen.
¡La tumba es todavía
un sexo de mujer que atrae al hombre!
La copa negra

La noche es una copa de mal. Un silbo agudo
del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler.
Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste,
la onda aún es negra y me hace aún arder?

La tierra tiene bordes de féretro en la sombra.
Oye, tú, mujerzuela, no vayas a volver.

Mi carne nada, nada
en la copa de sombra que me hace aún doler;
mi carne nada en ella
como en un pantanoso corazón de mujer.

Ascua astral… He sentido
secos roces de arcilla
sobre mi loto diáfano caer.
¡Ah, mujer! Por ti existe
la carne hecha de instinto. ¡Ah, mujer!

Por eso ¡oh negro cáliz! aun cuando ya te fuiste,
me ahogo con el polvo
¡y piafan en mis carnes más ganas de beber!

Trilce LXXVII
Graniza tanto, como para que yo recuerde
y acreciente las perlas
que he recogido del hocico mismo
de cada tempestad.

No se vaya a secar esta lluvia.
A menos que me fuese dado
caer ahora para ella, o que me enterrasen
mojado en el agua
que surtiera de todos los fuegos.

¿Hasta dónde me alcanzará esta lluvia?
Temo me quede con algún flanco seco;
temo que ella se vaya, sin haberme probado
en las sequías de increíbles cuerdas vocales,
por las que,
para dar armonía,
hay siempre que subir ¡nunca bajar!
¿No subimos acaso para abajo?

Canta, lluvia, en la costa aún sin mar!

Trilce

Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.

Donde aun si nuestro pie
llegase a dar por un instante
será, en verdad, como no estarse.

Es ese un sitio que se ve
a cada rato en esta vida,
andando, andando de uno en fila.

Más acá de mí mismo y de
mi par de yemas, lo he entrevisto
siempre lejos de los destinos.

Ya podéis iros a pie
o a puro sentimiento en pelo,
que a él no arriban ni los sellos.

El horizonte color té
se muere por colonizarle
para su gran Cualquieraparte.

Mas el lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
hombreando va con los reversos.

—Cerrad aquella puerta que
está entreabierta en las entrañas
de ese espejo. —¿Esta? —No; su hermana.

—No se puede cerrar. No se
puede llegar nunca a aquel sitio
—do van en rama los pestillos.

Tal es el lugar que yo me sé.